La cuarentena total me tomó por sorpresa. Si bien venía leyendo sobre el covid-19 todos los días, éste se vislumbraba lejano. En mi mente era un virus de la gripe que afectaba a países del hemisferio norte que estaban atravesando el invierno. Aún así, el lunes 19 de marzo despidiendo al verano y con temperaturas que rondaban los 30° C, comenzó a regir en el país una medida absolutamente inédita, propuesta por el presidente de Argentina, Alberto Fernández: cuarentena obligatoria para todo el país en pos del bienestar de la población ante la pandemia del coronavirus.

Es así como nuevos hábitos comenzaron a destacarse por sobre otros, como el de revisar el celular más que lo habitual. O acostumbrarse a nuevos sonidos que se instalaron en el silencio de las calles sin tránsito: La de las sirenas de la policía después de las seis de la tarde, rondando la plaza de enfrente. También la de los aplausos de la población para honrar la labor de  les médiques y enfermeres que están en la primera línea de fuego, como si de una guerra se tratase.

Por twitter, instagram y facebook comenzaron a circular memes sobre la pandemia. Me siento fuera del apocalipsis con cada risa. Hay seres humanos que saben con certeza que el humor es un mecanismo de defensa ante la angustia y la incertidumbre. Llevan la bandera de la creatividad como fuente de toda la salvación humana sincretizándola en un video, gif o meme gracioso. Me voy dando cuenta que el tema más repetido en las redes sociales es cómo viven el confinamiento sanitario algunas personas. De pronto, un meme enciende la primera alarma en mi cabeza: Russel Crowe en Gladiador, con su cuerpo hegemónicamente musculoso junto a la imagen de un Russel Crowe con camisa y pantalón modernos, gordo, junto al Hashtag #LosRiesgosDeLaCuarentena ENGORDAR.  Entro a twitter y esa alarma se dispara. Ya no es un meme, son cientos.

Entonces la mujer crítica y disidente que habito me recuerda nuevamente que una de las tareas imprescindibles del feminismo como perspectiva teórica, es la de conceptualizar fenómenos sociales que ocurren diariamente en el entramado cultural actual, inclusive en cuarentena. Y que por ello, la referente e investigadora Celia Amorós (2007), considera que el feminismo «inventa y reitera nuevas categorías interpretativas en un ejercicio constante de dar nombre a aquellas cosas que se ha tendido a invisibilizar».

Uno de los tantos memes que empezaron a circular en tiempos de cuarentena

Lo que veo, meme tras meme, no sólo se trata de la preocupación de cientos personas ante uno de los fenómenos que el patriarcado viene ejerciendo sobre nuestros cuerpos con relativa eficacia: la de la presión por entrar en un canon de belleza establecido como aceptable. Si ningún cuerpo es suficiente para este canon y constantemente se lo critica, al cuerpo gordo se lo bastardea. Lectura tras lectura me voy dando cuenta que muchos memes transmiten gordofobia, un hábito cultural, un sesgo consciente o inconsciente por el cual se discrimina, insulta y estigmatiza a las personas percibidas por fuera de los modelos estéticos establecidos. En esta cuarentena obligatoria, un porcentaje de la población no teme morir de un virus letal sino a que sus cuerpos se engrosen. Básicamente, muches tienen miedo a ser gordos y gordas.

Es que la estigmatización social por la que atraviesan los cuerpos percibidos y leídos como gordos en nuestro entramado simbólico y cultural, va más allá de la salud. Aunque bajo esta premisa, se patologizan cuerpos que escapan a los estereotipos hegemónicos que el patriarcado impone. El sistema médico imperante primero busca etiquetar calificando de sobrepeso a cuerpos que se salen de la norma prefijada según el índice de Masa Corporal (IMC). Luego, determina a la obesidad y a la obesidad mórbida como una enfermedad. Pero siempre es exclusivo de cada persona la culpa de ser gorde porque pareciera que se encierra a comer sin control ni voluntad. Es que la salud es una excusa perfecta para decirle a las personas que es lo que tienen que hacer con sus cuerpos. En cuarentena, o fuera de ella, el control del sistema, normalizándonos. Porque el sistema médico etiqueta cuerpos y subjetividades y el sentido común se encarga de repetir como loro: Físicamente limitados, torpes, sin elasticidad, sin coordinación.

Desde lo estético es aún peor. La violencia del sistema frente a la gordofobia actúa por todos los frentes.

Una sociedad que humilla, invisibiliza, maltrata, ridiculiza, excluye y violenta a un grupo de personas por el hecho de tener una determinada característica física: la gordura

Así lo relata Magdalena Piñeyro, creadora de la plataforma virtual «Stop! gordofobia» y autora de «Diez gritos contra la gordofobia«.  Un libro que denuncia un tipo de opresión que es omnipresente, porque ocupa todos los espacios, todo el tiempo. Es que la gordofobia es un discurso social que ha llevado el canon estético de la delgadez al extremo y por ello, los cuerpos gordos son percibidos como feos. Así, frente a un aislamiento forzado como es una cuarentena, en donde el sedentarismo es obligatorio y sentir los placeres por la comida es una opción posible, tener miedo a engordar tal vez signifique habitar un cuerpo lleno de culpa por ser “responsable” de afearse ante el sistema.

Pero también implica que luego de finalizado este tiempo excepcional, ser gordo significaría la responsabilidad individual de tener que cambiar físicamente, volver al control represivo sobre la corporalidad carnosa para agradar y pertenecer a una sociedad donde prima la moral gordófoba. Una estética moral que impone su obediencia. Es que la gordofobia actúa en el colegio, en el trabajo, en las calles, en el médico, en el transporte y en un sin fin de espacios. Opera estandarizando pesos y dimensiones corporales admitidas. Hasta en los memes que circulan virtualmente por una emergencia sanitaria. Actúan ejerciendo violencia naturalizada. Y entonces un meme deja de serlo para comprenderse como una matriz normativa de comportamiento social.

Pero además, ser gordo es inmoral para el sistema. Un cuerpo hegemónico supuestamente adscribe al comportamiento correcto que debe tenerse a través de la mesura y la disciplina. Por ello, la moral (gordófoba) de este sistema percibe a los cuerpos gordos como enfermos, pero más aún, como indisciplinados y desobedientes. Sin embargo, explica Piñeyro que las personas gordas «vivimos el cuerpo con culpa y vergüenza, deseando cambiarlo, y con una obsesión por adaptarnos a la norma».

Ser gorde como identidad política

En la década de 1970, con la segunda ola en los estudios de las mujeres, las feministas radicales fueron vanguardistas en mostrarle al mundo que lo personal también es político. Aliado con el feminismo y la teoría queer, el activismo gordo surgió en Estados Unidos en la década de 1970, para reinvindicar que se puede ser saludable en cualquier talle y en cualquier peso. Para hacer frente a la medicalización y patologización de la gordura y para visibilizar que la delgadez no es siempre sinónimo de buena salud. Así surgió el orgullo gordo que se extendió pronto a Gran Bretaña y América Latina. Se considera que el peso o la talla de una persona poco dicen sobre su estado de salud, sus hábitos alimentarios o su modo de vida.

En la actualidad, la estructura de la opresión sobre las personas gordas llevó a los doctores en ciencias sociales,  Flavia Costa y Pablo Rodríguez, a identificar la gordofobia  como un dispositivo de corporalidad, a la manera foucaltiana, que opera en nuestras sociedades para controlar y normalizar. De manera tal, que sólo el prejuicio y el odio leen y perciben a esos cuerpos de manera uniforme: como enfermos, feos y desobedientes.

Pero además este activismo puso sobre la mesa el tema de la culpa y la autoestima de les sujetes gordos. La gordofobia es una forma de discriminación legitimada socialmente (y eso incluye también a quienes pertenecen a la minoría oprimida) debido a los sentidos y significados estigmatizantes que impregnan los discursos culturales. Dicho lisa y llanamente: les gordes aprenden a odiarse a sí mismes. Por eso ante todo el activismo gordo es colectivo. Demuestra que cada experiencia personal adquiere significado colectivo cuando se lo politiza. Por eso se empeña en visibilizar su discurso en distintos espacios públicos para que los sentidos y significados positivos circulen con otros sentidos negativos, disputando, criticando, entramándo y resignificándose cada espacio; y así también, retroalimentándose el mismo discurso del activismo gordo.

En «Lenguaje, poder e identidad» Judith Butler (1997) advierte que el lenguaje está vivo y ejercemos actos con él. Con cada acto de habla nos ponemos en acción. El lenguaje vive o muere igual que un ser vivo.  Y por ello el lenguaje del odio y los insultos es violencia y no sólo es su representación. Frente a esto, una de las estrategias que propone Butler es la de «agenciarnos». Generar espacios críticos de enunciación no hegemónicos para contrarrestar las lógicas de control que se imponen. Para que un acto de habla tenga un futuro distinto de aquel que se había previsto; para que sea desactivado, la autora propone la «performatividad discursiva». Así es como en esta militancia del cuerpo grueso, la palabra gordo se resignifica y adquiere valor positivo.

Y con esa resignificación se admite la diversidad de cuerpos que pueden percibirse y leerse en cada estructura social y cultural. Hay bajos, hay altos, hay flacos, hay gordos. No son cuerpos enfermos, ni feos ni indisciplinados. Es una condición de posibilidad. Une gorde baila, es ágil, goza de buena salud y realiza actividades artísticas o al aire libre. Tanto como vos. Tanto como yo. Frente a los estereotipos corporales, el cuerpo gordo reclama soberanía y autonomía.  Y Butler nos canta al oído afirmando que «hay invocaciones discursivas que son actos subversivos».

Frente a la patologización que impregna los sentidos comunes, el activismo de los cuerpos afirma que se puede vivir bien siendo gorde.  No son vagues, no son insanes y por eso mediante el movimiento Fat Body Positive,  visibiliza estilos de vida saludable de las corporalidades gordas. Otra vez, la experiencia personal se vuelve experiencia de significado cuando se politiza y pasa a resignificar los espacios públicos y colectivos. Y el lenguaje performativo opera políticamente cobrando un sentido no-ordinario para refutar aquello que se ha sedimentado en los sentidos comunes, en lo ordinario.

. Continuará…

Ilustración: «La aceptación de uno mismo» Daniela Pennese