No sabía cómo escribir esto e incluso pensé por un momento en mandar sólo un poema o copiar y pegar algo escondido en mis cuadernos. Hace días que lo vengo imaginando y ni siquiera ahora tengo idea de cómo presentarme. Perdón, en principio, si esto les parece muy improvisado pero me criaron con la frase «vos mandale fruta, que va a salir bien», así que espero que esta vez funcione aquella oración. 

Quería comenzar con el título, Hilván de Palabras -uno que no elegí pero representa todo lo que soy- . El hilván es una costura de puntadas largas con que se une y prepara lo que se va a coser después de otra manera. Me parece muy pertinente el nombre de lo que será esta sección, pensando que es una revista de moda -yo de eso no sé nada- y qué hasta hace algunos días desconocía lo que significaba hilván y creía que era una hamaca o algo así. Hilván de Palabras significa unir esas letras, desordenadas o poco estructuradas, que están en mis cuadernos, para que sean otra cosa en el tiempo. Para que las palabras de poetas jóvenes como yo no mueran a la primera crítica de aquellos que se creen los dueños del termómetro literario de la época. Hilván es hacer de lo bruto de nuestros primeros versos algo que se convierta en mucho más que tiempo y tinta. Esto es poesía, la muerte y la vida, el amor y los corazones rotos, todo. Nadie tiene la autoridad ni el nombre para decirle a nadie sí es poeta o no -a menos que revivan Borges o Pizarnik y nos digan que dejemos de escribir-.

No soy nadie para hablar de las definiciones de la poesía, cada poeta y cada poema tiene su propia historia y su propia vida. Me creería más de lo que soy si me pusiera a hablar de ser poeta -o artista- en este tiempo. Sólo me gustaría terminar de comprender la relación tan estrecha que existe entre la poesía y nuestras vidas. De las formas en que la poesía logra transmitir y transmutar todo aquello que está dentro nuestro. Cómo la poesía madura a medida que vamos creciendo y cambia tanto la forma que lo primero que escribimos nos parece, como poco, regular. No quiero pensar en aquellos primeros textos que le mostré a mi profesora de Lengua y Literatura, Malvina Pavletich, y que están desbordados de errores ortográficos y faltos de todas las reglas gramaticales existentes. Lo que me lleva a ella, y a todas mis profesoras de literatura, es que me dijo, con palabras, correcciones y halagos, «nunca dejes de escribir». 

Ese nunca significó una afirmación, consciente o no, de la posible trascendencia de mi arte. No en ese momento, tampoco en este, pero algún día pretendo que mis poemas sean y signifiquen algo más que simples hojas rayadas en mi cartera. No quiero darle una razón a la poesía, pero algo tiene que ser en este efímero camino hacia la muerte. Un lugar que para muchos es seguridad, como única salida a todos los males de la vida.

Entre mis poemas la muerte está presente. Los primeros no fueron del amor, de la felicidad ni de los besos de otoño, mis primeros poemas eran deseos de muerte. Una afirmación buscando realidad. Ahora no recuerdo cada uno de esos versos que hoy significan para el resto interrogantes de la estabilidad de mi mente. Una amiga, que es psicóloga, me escuchó leerlos en voz alta. Días después llegó un mensaje ofreciendo ayuda y preguntando si todo aquello que escuchó era verdad. Todavía no lo sé, no tengo idea si todo lo que digo algún día será realidad. Eso sí, sé que significa lo que digo, aunque no quiera revelarlo a todo el mundo. Que sepa el significado no deviene en entender si es real. 

Cuando escribí No deseo más que un ataúd que oculte mi silencio, me refería a la necesidad de no ser nadie, ni tener un cuerpo, pero al mismo tiempo que algo de mi quede. Un ataúd, a seis metros bajo tierra, que lleve mi nombre, algunos poemas y el silencio que significa mucho más que las palabras. Quedarse callada también es una forma de hablar.

Siento que la poesía es un salvavidas, eso que nos mantiene a flote y evita la culminación de la misma. Un salvavidas es llamativo, dice algo, que nos estamos por ahogar, que necesitamos ayuda, que no estamos bien. Un poema cumple la misma función, dice algo. Cuando hablan de la muerte es claro el mensaje, aunque nadie lo note. Como todo salvavidas no nos puede mantener vivos para siempre, en el agua fría nos morimos por hipotermia, en la poesía es parecido. Algunos mueren por una soga en el cuello, otros por cianuro en la sangre, algunas por antidepresivos en el cuerpo, hay poetas que mueren en el mar y otros que abren sus venas con cuchillas. Estas cosas  les pasaron a muchos artistas cuando el salvavidas no podía más con el peso de sus cuerpos.

Mi poesía es todo esto: incertidumbre, nostalgia, muerte, suicidio, amor y deseo. Algunos días escribo mejor que otros, hay personas que odian lo que escribo y otras que aman hasta el verso más ridículo. Pero sigo escribiendo y diciendo cosas que no entiendo, que jamás entenderé, porque no puedo dejar este salvavidas. Un junio hace tres años intenté morir, estuve internada dos semanas, y si todavía vivo es porque la poesía me salvó. En aquellas cuatro paredes blancas y lúgubres la única forma de seguir de pie era escribir cosas que significaron mucho más que mi propia vida.  

Les regalo un poema. No es el mejor pero define un poco todo esto:

somos de quienes nos aman

pero si no nos ama nadie moriremos en soledad

quizás eso quiero

estar en algún lugar y que no me escuchen

morir a la vista de nadie, entre multitudes

volverme loca en un ataúd sin nombre

revivir a los dos días 

y ver, si es que todavía tengo ojos,

a la vida.

Ilustración: Agostina Contreras