Obligados a permanecer en las cuatro o más paredes de nuestra casa, nos confronta, en un principio con nosotros mismos, después con el entorno y con todo lo que hacíamos afuera, antes de la orden de quedarnos, de no juntarnos, de no salir a la calle.

La parte más difícil no es lo que no podemos hacer, sabemos que será temporario (aún en la complejidad del retorno) sino eso de tener que enfrentarnos con nosotros mismos, con la promiscuidad de nuestras necesidades y urgencias, con los deseos de querer obtener algo y no poder satisfacerlo en una inmediatez, con la evaluación de nuestras conductas de ayer, con las preguntas que manteníamos sosegadas con el mientras tanto, en otros placeres.

Pero ahora no existe un lugar para esconderlas o dejarlas para después, nos cuestionamos una seguidilla de sinsabores que se ponen de manifiesto en un hartazgo de la cotidianeidad, de las necesidades básicas, de las relaciones familiares, de la pareja, de la soledad, de la convivencia con un hijo o varios. Porque todo queda expuesto de un modo ineludible, nos tropezamos con nuestra realidad, con lo que somos, con lo que sentimos, con lo que deseamos y no tenemos, con lo que esperábamos obtener afuera, en ese encuentro con un otro, en ese espacio diferente, en esas otras conversaciones, en ese viaje a un paraíso secreto con otra compañía o un vicio complaciente reservado. Eso tan tangible ahora, encerrados y distanciados, se sirve diariamente sobre el plato, nos aprieta en los zapatos y nos quedamos en silencio mientras se nos ampollan los pies, buscamos alivio en cosas que antes nos fueron indiferentes.

Pero la pregunta está ahí, como una espina, lastimando despacio, ¿queremos esto? y se suman las dudas de lo que veníamos haciendo, sobre los acuerdos, los contratos que firmamos, las propuestas que no aceptamos, el camino que elegimos, el atajo que no tomamos, los diarios escritos con las cosas, que nos iban dañando despacio pero nos negábamos a aceptar y ahora muchos quedamos expuestos en nuestros secretos con el diálogo carcelero con nosotros mismos.

Atados de pies y manos, esposados o no, en nuestras pequeñas salvedades, desalentados en el intento por cambiar algo, que daba vueltas en nuestra cabeza hace tiempo. Está esa pregunta, pequeña, maliciosa, girando entre los dedos como una bolita sin tragar, por miedo a ahogarnos, si decimos basta, no te soporto, quiero otra cosa para mí, no es esto lo que estoy buscando, me muero de ganas, lo necesito, lo deseo, quiero más, esperaba más y no esto, renuncio, así no puedo, es mejor sí, esto me hace feliz, me quedo por muchas razones, pero, no es lo que elijo, sigo a pesar de todo, lo quiero y…

La margarita dijo no, siempre dijo no.